En reiteradas ocasiones escuchamos o leemos que debemos ponernos en los zapatos de los demás o calzarlos para poder opinar respecto a sus procederes. Pero son pocos quienes realmente se ubican en el lugar de otras personas antes de emitir alguna consideración. Es más fácil suponerse con autoridad moral para pensar, hablar o escribir juicios de valor sobre situaciones que casi en su totalidad se desconocen realmente.
Sin buscar mucho, es cotidiano, es costumbre viral, opinar sobre situaciones ajenas sin saber la verdad de lo que ocurre. Al parecer aquella enseñanza bíblica -que por cierto hemos referido en temas anteriores- sobre “el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra” es bastante difícil de cumplir.
Escuchamos a mucha gente decir: es que todos tenemos defectos y virtudes. Pero realmente lo consideramos así?, nos analizamos realmente con sensatez para reconocer nuestros propios errores, nuestros defectos? O es más fácil enumerar nuestras virtudes, llegando incluso a la jactancia.
Si realmente nos tomáramos la tarea de autoanalizarnos pudiéramos avanzar en el sendero de ser mejores personas. Es tan difícil, que si lo practicamos podrían sobrar dedos de una mano para reconocer nuestras conductas desagradables o contraproducentes para quienes nos rodean.
En cambio, qué fácil es hablar o escribir bien de sí mismo. O por lo menos pensarlo, para los menos dados a la conversa o a escribir. Incluso hay quienes tienen la capacidad de aturdir a sus interlocutores enumerando las numerosas virtudes que tienen, y a veces traen con ellos a su descendencia, a quienes consideran impecables estudiantes, en extremo decentes, con sentimientos extraordinarios y con talentos únicos en su clase. La verdad es que de lo bueno poco.
Y no es que estemos en contra de quienes se alaben o ensalcen a su prole, es que hay personas que trascienden las capacidades humanas cuando se trata de encumbrarse a sí mismos o a sus más cercanos descendientes.
En cambio, cuando se trata de reconocer las virtudes de otras personas por encima de sus defectos, la cosa cambia. Parece que es más fácil resaltar lo que parecen defectos ajenos en vez de callar cuando no se tiene algo provechoso que decir de otro.
Las apariencias definitivamente si engañan. Por eso es preciso pensar sensatamente antes de emitir un juicio sobre otra persona. Cuando vemos a la gente expresando desdén por otras; con cara aparentemente disgustada; con mirada altanera, desafiante o llena de odio, lo más probable es que nos hagamos una serie de juicios de valor que posiblemente no tienen nada que ver con la realidad de esas personas. Es posible que tengan desordenes de personalidad producto de dificultades personales que los hacen actuar airadas como mecanismo de defensa para aislarse y evitar el contacto humano afable. También puede ser que presuman de superioridad para esconder a una persona triste, solitaria, amargada, incomprendida. En el fondo siempre hay algún problema. No indica que seamos nosotros quienes tengamos un problema con ellos, ellos tienen un problema consigo mismos.
Y no es que pretendamos convertirnos en sicólogos de cada persona que nos rodea, es que es bien importante deslastrarnos de los tabúes que muchas veces creamos para enjuiciar a la gente. Tal vez si empezamos a practicar el no enjuiciar y callar cuando no tengamos algo positivo que aportar sobre la conducta de otra persona, entonces podamos recibir lo mismo a cambio. Y si no lo recibimos, por lo menos sentiremos la tranquilidad que genera ocuparnos de pensar y hacer el bien sin esperar nada a cambio.
María Elena Araujo Torres
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