domingo, 28 de septiembre de 2014

Crónica Negra| El cementerio privado de los criminales

Un muchacho salió corriendo de su escondite, pero volteó y disparó con una pistola hacia arriba. Dos balas se encargaron de él


UN| Wilmer Poleo.- Cuando a Maia Sardinha se lo llevaron secuestrado, uno de los agentes de la División Antisecuestros del Cicpc le dijo a uno de sus compañeros: verga pana ya van siete plagiados esta semana nada más aquí en Caracas. Y eso que están los puntos de control. A Maia Sardinha se lo llevaron cuando supervisaba el trabajo de descarga de mercancía que realizaban tres hombres morenos, sudados y musculosos desde un camión hacia su empresa. Eran las 4:30 de la mañana y no había nada de tráfico en la calle Colombia de Catia. Un comerciante vecino le había advertido que debía tener cuidado porque había visto unos hombres merodeando por la cuadra y que se acordara lo que le pasó a su paisano Joao, a quien se lo llevaron y nunca más lo trajeron de vuelta. Pero de verdad él no había notado nada extraño ni irregular allí en Catia, como tampoco por allá por Montalbán, donde vivía. Lo cierto es que aquella madrugada se lo llevaron y Maia lloró cuando lo tenían con la cabeza gacha por aquellas calles oscuras del oeste de la ciudad y luego sintió que estaban subiendo por una calle empinada e intentó levantar la cabeza, pero uno de los hombres le dio un fuerte golpe con algo duro en la cabeza. Hallazgo. Pasaron varios días hasta que el sábado en la mañana localizaron, frente a un supermercado en San Martín, varias partes de un cuerpo humano, pero faltaba el tórax. Luego la Policía supo que se trataba de Maia Sardhina y se pensaba que había colombianos involucrados en el asunto porque varias de las llamadas realizadas a la familia las habían hecho desde el Táchira, además de que es a ellos, a los paras colombianos, a los que les gusta eso de estar picando a la gente. Se cree que lo mataron porque la familia de Maia no pudo reunir los ocho millones de bolívares que querían los criminales que se lo llevaron. En una ocasión pusieron a Maia a hablar con su hermano y le pidió que empeñara los autos y vendiera las empresas de la familia para ver si podía reunir toda la plata para dársela a los asesinos, pero los hombres parece que pretendían la plata para ya. Desentierro. Numerosos autos policiales comenzaron a llegar a la entrada del barrio Gramoven, que queda por allá por los lados del hospital Los Magallanes. Algunos sujetos en moto que pasaban por el lugar se detenían un poco más adelante y llamaban por sus teléfonos celulares. Sí mi pana, hay una vaina fea, hay burda de policías, riega la bola en el barrio, creo que se van a meter con todos los hierros. No sé, ¿Cómo voy a saber para dónde carajo van? Lo único que te digo es lo que estoy viendo, se están concentrando aquí abajo y hay gente de los grupos arrechos esos del Cicpc y llevan hasta fusiles won. Media hora después, la caravana de vehículos y camionetas comenzó a ascender la cuesta de las intrincadas callejuelas que conducen a Gramoven. La gente los miraba con recelo, aunque la mayoría sentía como un fresquito. Por fin como que vienen a limpiar esta vaina, dijo una señora en voz baja, hablando consigo misma. Dos niñas de unos catorce años coquetearon con los policías motorizados al pasar y luego soltaron la risa. Llegaron al barrio Las Torres y allí doblaron a la derecha y comenzaron a descender, pero del otro lado de la montaña. A sus espaldas dejaban los techos grisáceos, las casas de madera, las marañas de cables entrelazados de los que pendían zapatos viejos y cabezas de muñecas, los vericuetos, las chiquillas con sus chorcitos apretujados y su barriguita al aire. De frente se dejaba ver, con toda su majestuosidad, el Litoral Central. Todo se puso verde, un verde que sosegaba. Desde abajo es imposible imaginar que allá en lo alto de la montaña pueda vivir gente, y que lleguen carros y que haya electricidad, agua potable, luz. Y árboles frutales en las casas, y panaderías y farmacias. Sí, hay de todo eso, pero también hay la impunidad que juega garrote y el malandro hereje. Para acá no se metía un policía desde la época de los pantaneros de la Policía Metropolitana, lo que pasa es que esos bichos venían era a joder a nuestros muchachos, dijo una señora en bata, que estaba parada en la puerta de un ranchito. La carretera se puso de tierra y llegó un momento en que no se pudo avanzar más en vehículo. Los policías bajaron y se prepararon para el descenso a pie. Abajo se veían algunas casas aisladas, ya no tan apiñadas como las que vieron cuando subían. El Hueco queda hacia allá, al doblar aquella loma podrán ver el barrio, deben ser como cincuenta casas, hay incluso de cemento, dijo el hombre que fungía de baquiano. Los policías comenzaron a bajar por el camino fangoso. Por momentos tenían que apartar las ramas y saltar los pocitos de agua amarillenta. Mínimo salimos de aquí con un dengue o una chikungunya, dijo uno de los policías, un hombre gordo que resoplaba como si fuera un caballo. Un gallo comenzó a cantar con fuerza desde el zinc de una de las casas, como anunciando la presencia de extraños y varios perros huesudos salieron al encuentro del grupo, pero en lo que vieron los fusiles se lanzaron en carrera hacia la parte baja. Los primeros disparos llegaron apenas doblaron la loma. Sonaron secos, contundentes, pero escasos de puntería. Los policías se arrojaron hacia a ambos lados del camino. Ya no importaba llenarse de barro. La plomazón tardó varios minutos y luego vino un silencio misterioso. Un muchacho salió corriendo de su escondite, pero volteó y disparó con una pistola hacia arriba. Dos balas se encargaron de él. Ni siquiera llevaba zapatos, sino unas cholitas plásticas de color marrón. Los hombres de los fusiles tomaron el sector por completo y luego bajó el resto. En el suelo había tres cadáveres. Ocho jóvenes fueron detenidos para las averiguaciones. Llegaron otros policías con picos y unas palas. Y también vinieron de la Polinacional, que se encargó de no dejar bajar a los vecinos de la montaña. Uno de los jefes comentó a la tía Felipa que allí funcionaba una banda de secuestradores que operaba en el suroeste, que se llevaban a las víctimas para allá y que si no les cancelaban el rescate las mataban y las enterraban allí mismo. Entre esos casos estaría el de Maia Sardinha. Dos horas después dieron con el primer cadáver. Estaba hinchado y morado. Lo habían envuelto en unas sábanas antes de meterlo en el hueco y taparlo con tierra. Las moscas no dejaban ni hablar. Se determinó que se trataba del taxista Paul Gómez, quien estaba desaparecido desde el 12 de septiembre cuando salió de su residencia en el kilómetro 3 de El Junquito para llevar a su hija a la casa de su suegra. Rato después encontraron un segundo cadáver, pero éste era ya un esqueleto. En las adyacencias había señales de tierra removida, pero la hora tardía obligó a los policías a replegarse. Al día siguiente estaban allí tempranito. Al rato encontraron un tórax que se determinó pertenecía al infortunado Sardinha. Dos de los abatidos fueron Edgar José Paniagua, líder de la banda, y Jhon Alfredo Cáceres. Dos días después el Ministerio Público anunció que por el crimen del comerciante José Maia Sardinha, de treinta y nueve años de edad, habían imputado a Michael Graterol Reyes, Joscan Hernández Villarroel y Jordain Díaz Novoa.


No hay comentarios:

Publicar un comentario